Isla de Perros (2018)

 

Oda a la estoicidad del can.

Siempre he pensado que es un error (grave) intentar humanizar a los perros. Sin ninguna duda, sería mucho más sensato que fuéramos nosotros quienes nos perrunizáramos un poco. En este sentido, Anderson construye su relato, su fábula, desde la perspectiva de unos seres peludos que asisten perplejos a todas las fechorías de que es capaz la miserable condición humana. La crueldad del homo sapiens alcanza la hipérbole más desalmada con la deportación masiva de todos los perros de la ficticia ciudad de Megasaki a una isla vertedero que hace las veces de campo de concentración. Con la fraudulenta coartada de una enfermedad infecciosa que afecta a los cánidos, los “amos” se deshacen de todas sus mascotas de un día para otro, olvidando el afecto y la fidelidad que estas les profesaban, y haciendo honor a la imperante cultura del “usar y tirar” que edificó la citada ínsula de mugre. La traición va incluso más allá del destierro, porque los planes del ominoso alcalde de la ciudad nipona adquieren tintes aún más siniestros a medida que se desarrolla la trama. La conclusión: no salimos bien parados como especie; al menos no en términos generales. Sólo un niño, un intrépido muchacho que no duda un segundo en robar un avión y volar hasta la “Isla de Perros” para reencontrarse con su amigo de cuatro patas, consigue dejar atrás las corruptelas, los chanchullos y tejemanejes que envenenan las sociedades humanas, devolviendo un poco de empatía y lealtad a su compañero del reino animal.

Wes Anderson ha ido construyendo con los años un mundo que parece alejado de todo el detritus de la realidad. Analizando el trazo preciso y el mimo por el detalle de sus guiones, la simetría hipnótica y frontalidad de sus imágenes, se puede llegar a elaborar una hipótesis errónea que invita a pensar en una filmografía aséptica e ilusoria, protagonizada por personajes cobijados bajo una cúpula de libros y discos. Asomarse a ese cosmos es, sin lugar a dudas, un ejercicio de fruición y regocijo, pero no creo que (sólo) sea la vía de escape a la sordidez de lo cotidiano que algunos preconizan. Lo cierto es que Anderson siempre ha encarado la parte amarga de la vida con un carácter ágil y reconfortante, de sabor ácido y mordacidad envidiable; la suya es una mirada que convierte en peculiar incluso el pasaje más desagradable. Si en su anterior película, la imprescindible y maravillosa “El Gran Hotel Budapest” (2014), se preocupaba en mostrar los delirantes albores del totalitarismo europeo del siglo XX, en “Isla de Perros” tiende puentes a una actualidad de capitalismo feroz, corrupción política, refugiados, fascismo y muros. Entre ladridos, peleas perrunas y estornudos, sale a relucir el formidable sentido de la aventura de un film que también cuenta con una nutritiva lectura sociopolítica. Estos dos elementos engrandecen la visión del realizador norteamericano y abrazan sin reparos las habituales señas de identidad de su cine: es así cuando los personajes miran atónitos a la cámara (y a las injusticias del mundo).

Perros que ladran en inglés, una estudiante de intercambio, el joven Atari y toda la magia del stop-motion. “Isla de Perros” es una carta de amor a los chuchos, resulta evidente (incluso los planos que vemos desde la perspectiva de los perros carecen de cromatismo verde y rojo, tonalidades que estos animales no pueden percibir), pero la cinta no se acomoda en la belleza de sus planos y diseños, y escala incansable hacia planteamientos más arriesgados y subversivos (en estos tiempos de desidia ideológica y pereza cultural). Anderson levanta la voz para articular un rotundo no a los abusos del poder, mientras se esfuerza en enfatizar la importancia de la solidaridad, la unión popular y la ecología. A través de los valores que representan los perros, se diseña una resistencia revolucionaria alimentada con la esencia humanista del cine de Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu y Hayao Miyazaki. La animación stop-motion y la tradicional (varias secuencias de dibujos animados emulan las emisiones de la televisión japonesa; una caricatura que pone en evidencia la manipulación que sufren los medios de comunicación de masas) se fusionan con los aromas nipones y los sonidos del teatro kabuki, para confeccionar un relato alentador de lucha y contraataque: una llamada al alzamiento. En el sucio, gris y degradado entorno posindustrial de “Isla de Perros”, entre los ecos de la experimentación y el maltrato animal, se gesta una esperanza inspiradora, capaz de arrastrarnos con ella.

Manu Castro
@ManuCastroLSO
(25-04-2018)

 

• Lo mejor: El optimismo de su mensaje. El diseño artístico de la película.
• Lo peor: La (evitable) comparación con “Fantástico Sr. Fox”.

 

 

 

Título Original: Isle of Dogs | Género: Animación / Aventura / Comedia | Nacionalidad: USA / Alemania | Director: Wes Anderson | Actores: Bryan Cranston, Koyu Rankin, Edward Norton | Productor: Wes Anderson, Jeremy Dawson, Steven Rales | Guión: Wes Anderson, Roman Coppola, Jason Schwartzman, Kunichi Nomura | Fotografía: Tristan Oliver | Música: Alexandre Desplat | Montaje: Edward Bursch, Ralph Foster, Andrew Weisblum

 

Sinopsis: Un Japón distópico, dentro de 20 años. La saturación canina ha alcanzado proporciones de epidemia en Megasaki. Un brote de gripe canina se propaga, por eso, el alcalde Kobayashi dicta una orden de emergencia decretando la cuarentena. Isla Basura es el lugar donde se evacua a todos los perros. Allí, un grupo de aterradores perros alfa, encabezados por Chief, ha perdido toda esperanza de volver con sus dueños. Hasta que un día aparece Atari, un niño de 12 años, sobrino del malvado alcalde, que llega hasta la isla pilotando un avión. Su objetivo es buscar a su perro Spots. Esté donde esté, el niño y la manada perruna lo encontrarán.

 

 

 

 

 

 

 

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